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EL BOXEO, LA MEJOR RECETA PARA SER FELIZ

POR ADRIÁN MICHELENA
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Quería ser médico, soñaba con recibirse y salvar vidas. Matías Ariel Vidondo (42 años, Neuquén) lucía con aspiraciones más grandes que su cuerpo de 190 centímetros y 120 kilos. Con veintipico de años entonces fue que llegó a la Universidad de Rosario para estudiar en la Facultad de Medicina, pero algo pasó en el medio que le hizo cambiar de plan. Una pasión le ganó a la razón, el corazón pudo más que la ciencia. “Yo no me hice boxeador. De hecho, siempre fui boxeador, pero mis viejos querían que fuera médico. Entonces le dí para adelante con los estudios académicos, hasta que advertí que no era feliz, que tenía que cambiar de plan”, cuenta el hombre de las manos quirúrgicas en cuestión. Vidondo estudiaba y estudiaba, Anatomía, Bioética, Química, Inmunología y cuántas cosas más, pero tenía la cabeza puesta en otro lado, en el ring, en las dietas, en pegar sin recibir, el quería ser boxeador profesional y lo logró: en el 2010 debutó como profesional, con un triunfo ante Juan José Márquez, en el Club Social y Deportivo de Río Negro: “Recuerdo que algunos compañeros de carrera fueron a verme, no podían creer el hecho de haber compartido cursada con un boxeador profesional”, agrega.

Vidondo quería ser, tal vez, como su hermano mayor, Gonzalo, un reconocido traumatólogo de Neuquén. Pero rindió dos veces mal el examen para entrar a la Universidad de La Plata. Y así fue que llegó a Rosario, donde no había matemáticas en el ingreso. “Vas a estudiar Medicina y vas a ser un ejemplo para la familia”, le repiqueteaba en su cabeza, como un jab de Alí, la voz del mandato familiar. Pero en 2002 Vidondo empezó a tirar guantes cada vez más seguido. Y comenzó a soñar otros sueños. Él jugaba al voleibol y hacía artes marciales. En pleno levantamiento de pesas, se le ocurrió empezar a pegarle a la bolsa. Allí lo descubrió Luis María Ginés, su entrenador, que lo convenció de que tenía condiciones para dedicarse al boxeo. Como boxeador, completó una carrera profesional de 2010 a 2017. Ganó 21 peleas, perdió 2 y empató 1. Fue campeón argentino y sudamericano. Peleó en el mismísimo Madison Square Garden. Y enfrentó a rivales populares como Fabio La Mole Moli o Marcelo el Toro Domínguez (ex campeón mundial crucero del Consejo Mundial de Boxeo).

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Consumada su etapa como profesional, Vidondo debía retomar el plan inicial. De hecho, llegó a hacer entrevistas posando con su delantal y los guantes puestos en las aulas de la Facultad de Rosario. Enganche lo llamó esta vez porque presuponía que estaba a punto de recibirse, ahora sí. Pasaron tantos años. Pero no. El boxeo, una vez más, volvió a pegar más fuerte. “Después de siete años de terapia y de sufrimiento, decidí dejar la carrera. Yo quería salvar vidas, por eso me había puesto a estudiar medicina. Pero con el tiempo, entendí que no necesitaba recibirme de médico para ayudar a la gente. La vida me fue enseñando otras cosas”, dice Vidondo, mientras observa en pleno corazón de Rosario a sus dirigidos entrenarse en el gimnasio que él mismo inauguró hace unos años. Allí montó un centro que tiene 300 socios de todos los estratos sociales. “Vienen a practicar todos. Tengo un gerente de un banco, el dueño de una empresa muy grande, profesionales de todo tipo. También asisten chicos de barrios de bajos recursos, que se están recuperando de las adicciones. El boxeo es el único deporte igualador. Acá no hay blancos ni negros, como decía Nelson Mandela. Estamos ayudando a gente que quiere bajar de peso, algunos ya perdieron 30 o 40 kilos. El deporte también es salud”, dice, guiñando un ojo.

Todos los años, para el día del niño y las fiestas de Navidad y de Reyes, Vidondo también junta juguetes a través del gimnasio para ayudar a que los chicos puedan tener un festejo digno:  “Esa es otra forma de conectarme con la sociedad que encontré. Gracias al boxeo, llego a gente que antes no tenía la posibilidad. Me conecta con otras realidades. Este es el deporte que permite a los segmentos más bajos reinsertarse en la sociedad. Y en el plano recreativo, es un cable a tierra liberador de tensiones. La gente viene con muchos quilombos en la cabeza, que quiere despejarse un rato. Papás con quilombos de la familia y laborales. Mamás que están agotadas de los chicos, yendo y viniendo. Entonces, cuando entran acá, yo les digo: ‘Aprovechen esta horita porque éste tal vez sea el único tiempo del día que tendrán para ustedes’”, comenta Vidondo, al mismo tiempo que aclara que no retomará sus estudios de medicina ni volverá al boxeo profesional, porque se cansó de los mánagers usureros.

Los exámenes de Medicina fueron para Vidondo más desgastantes que las propias peleas. “Me faltaron pocas materias, pero rendir los finales me enfermó la cabeza y el cuerpo. Esto es como correr un Maratón. Corriste 40 kilómetros, y te faltan dos. Pero yo ya no quería correr más. No me importaba cuánto me faltaba. No quería dedicarme a eso. Es el día de hoy que tengo un montón de alumnos médicos, y ninguno disfruta de lo que está haciendo, ja. Pero volviendo al tema, la presión por estudiar, esa mochila, me liquidó. Hoy soy feliz y estoy agradecido a la vida”, expresa. Sin embargo, Vidondo no se olvida de lo aprendido. Y más de una vez tuvo que aplicar sus conocimientos para ayudar a boxeadores: “De amateur me ha pasado de meter un nocaut bravo, y asistir al rival junto al médico de la pelea. Y más cerca en el tiempo, en Arroyo Seco vi que Saúl Peralta sufrió un nocaut feo por parte del “Macho” Araujo. Ahí subí enseguida a asistirlo porque vi que no estaba bien. Al final, el formoseño  estuvo internado, con un edema cerebral, desprendimiento de las dos retinas, pero por suerte pudo zafar”.

Si de salud se trata pide extremar las medidas de seguridad para los boxeadores, máxime teniendo en cuenta la reciente muerte de Hugo Santillán: “A veces los médicos que vienen con la ambulancia no se dan cuenta de la gravedad del cuadro del golpeado. Huguito Santillán estaba esperando el fallo de la pelea y no estaba bien, se lo veía mal. Pero nadie se daba cuenta de eso. Después se murió. También recuerdo que en una pelea tuve que subir porque un boxeador estaba caído y muy mal. Enseguida llamé a los médicos porque ellos son los profesionales, pero sentía como que estaban reaccionando algo tarde. El muchacho tenía fractura de mandíbula”.

Existía una contradicción entre ejercer al mismo tiempo el boxeo y la medicina. Vidondo cree que como todo deporte reglamentado, el pugilismo tiene su marco legal y que no persigue un fin violento. “¿Si pensé en evitar tirar una mano a fondo para no lastimar a alguno? No, no, jamás. Esto es lo mismo a que un traumatólogo evite trabar una pelota porque existe riesgo de cagarle el tobillo al rival en una trabada fuerte”, comenta Vidondo, sin muchas vueltas, ni lenguaje médico.

Y se despide: “Tengo que seguir con la clase, viejito. Acá todos laburamos igual. Eso es lo que más me gusta. Salimos todos cansados y empapados, pero felices de hacer lo que más nos gusta. Y te digo más, acá no hay ninguna chica con el bucito tapándose la cola o esas cosas que se ven en los gimnasios de moda. Porque nadie las pone incómodas. Acá todos, hombres y mujeres, grandes y chicos, venimos a rompernos el lomo. Y se acaba todo el glamour, ja. Se transpira la camiseta”.

Esta es la historia del hombre que se recetó boxeo para ser feliz. 

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