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EL BOXEADOR ARGENTINO QUE PELEÓ EN LA GUERRA DE MALVINAS

POR ADRIÁN MICHELENA
Combatió en las Islas Malvinas y dos años después participó en los Juegos Olímpicos de Los Angeles; Rubén Carballo y una historia entre fusiles y guantes. 

Sus ojos son cristales rotos que estallaron con las bombas de la guerra. En ellos persisten imágenes de horror y sobrevuelan fantasmas, más en esta fecha, cuando aún asoma el 2 de abril. “No es fácil la vida, todavía estoy un poquito triste, tengo problemas en la cabeza. Me siento mal porque allí murieron muchos de mis amigos y yo no pude hacer nada para impedirlo”, relata Rubén Oscar Carballo en su casa de La Matanza, mientras fija la mirada en un mapa que le regaló Carlos Correa, un viejo compañero de batalla. Ahí en sus manos están Las Malvinas, color sepia, color sangre. Ahí en sus manos, para la lente del fotógrafo Carlos Sarraf, están Las Malvinas, argentinas, donde sopla el viento y ruge el mar…

Cada uno de los soldados tiene una vida por contar. Pero esta vez es “Cata” Carballo, héroe anónimo si los habrá, el que tiene la palabra. Este señor es un púgil argentino que combatió en la guerra de Malvinas cuando apenas tenía 19 años y un puñado de peleas como amateur. Este señor tiene una historia que los estudiosos y revisionistas de nuestro país deberían atender: Carballo representó al país en la guerra (1982) y en los Juegos Olímpicos (Los Ángeles 1984), con apenas dos años de diferencia. ¿Existe otro atleta argentino con una historia de similar envergadura? Tal vez Adrián Campana, quien una década después de haber vuelto de la guerra fue múltiple campeón mundial de Kung-Fu, en Estados Unidos.

Pero volvamos al personaje en cuestión. Carballo peleó en Islas Malvinas luego de haber hecho la colimba en el regimiento 3 de Infantería en La Tablada y de haber tenido una instrucción en Campo de Mayo. Su novia, Laura Isabel López, estaba embarazada, pero el deber lo llamaba y fue a defender a la Patria. “El regimiento estaba a quince cuadras de mi casa, ahí me enseñaron a armar un fusil en la oscuridad, tanteando con los dedos. Eso me sirvió porque en la guerra no podíamos alumbrar. Si alumbrabas, eras hombre muerto”, rememora Carballo, que poco a poco se va metiendo en la charla. Cuando le dijeron que se iba a la guerra, ni se imaginó lo que vendría. “Yo boxeaba y tenía un estado atlético espectacular. Corría para todos lados, parecía una rata”, agrega, risueño. Apenas llegó al campo de batalla, fue tirador 1 con el Sargento Villegas. Sin embargo a los veinte días lo pusieron como estafeta, para llevar y traer mensajes.




Carballo tenía las manos pesadas, las piernas veloces y la chispa de haberse criado en la calle. Él se encargaba de manejar el Unimog 22247, por eso conocía muy bien los recovecos de Puerto Argentino. Hasta ese entonces, los soldados dormían como podían, con el frío que ajaba los huesos, pero todavía podían comer cosas calientes. La cosa se puso más fea cuando se desplazaron al Monte Kent, porque los comedores quedaban lejos, como a diez kilómetros, y no era fácil desplazarse. Encima, los superiores les hicieron dejar a los soldados rasos todas las latitas de pescado que llegaban de Puerto Argentino. ¿Cuál era el objetivo? Alivianar peso. “Esto les va a salvar el hambre, pero no les va a salvar la vida, así que dejen toda la comida que tienen encima”, pidió un soldado de mayor rango. Ahí, como tantos otros, Carballo se convirtió en un soldado-cazador de gallinas y corderos: “Comíamos lo que podíamos. Había que sobrevivir. Recuerdo que en Puerto Argentino, un día me aparecí con un cuarto de res que me había robado del techo de una casa. Cuando yo robaba, comíamos todos”.

Anécdotas sobran, porque las historias de la guerra son cicatrices que quedan grabadas en la memoria. Carballo también fue zapatero; él juntaba cartones en el camión y con una birome le dibujaba plantillas, que luego cortaba con una Gillette. “Un amigo que hoy está diabético, El Canelo, calzaba 43 y los borceguíes le quedaban bastante grandes. Para colmo se le habían roto. Se le hacía difícil caminar y le entraba frío. Por eso, le hacía plantillas de cartón todos los días. Hace unos días lo fui a visitar, y todavía nos acordábamos de eso, ja, ja”. Tampoco olvida el 12 de junio de 1982. Esa tarde había llegado una orden de meterse dentro de las trincheras antes de subir a Monte Longdon. El cielo estaba lleno de fogonazos. Los ingleses bombardeaban duro. Pero un amigo suyo, Julio Segura, se escondió detrás de una piedra y fue alcanzado por un estallido. “Cuando escuché que estaba herido, enseguida salí corriendo para auxiliarlo. Las bombas me picaban cerca, movían la tierra. ‘Venga para acá que lo van a matar’, me gritaban. A mi no me importó. Bajé a buscar al camión de la Cruz Roja, pero no pude ponerlo en marcha. Entonces agarré unas vendas que allí había y volví a ayudarlo. Pero cuando llegué, Julio ya estaba muerto”.

“Le hicimos frente a la tercera potencia militar a nivel mundial en ese entonces. Ellos eran toda gente grande y experimentada. Tenían equipamientos de primer nivel”
Con la rendición del 14 de junio 1982, Carballo se dio cuenta que la guerra fue una locura, porque cuando se produjo el contacto visual, detectó que los ingleses eran todos “profesionales de la muerte y nosotros éramos todos mocosos que le habíamos faltado el respeto”, dice. “Le hicimos frente a la tercera potencia militar a nivel mundial en ese entonces. Ellos eran toda gente grande y experimentada. Tenían equipamientos de primer nivel. Estaban cinco o seis días en una posición y los mandaban a descansar porque en su lugar entraba otra tropa. Nosotros, en cambio, estuvimos como dos meses en el mismo lugar, con la misma ropa y sin poder bañarnos. Por todas estas cosas, estoy orgulloso de mis compañeros”, recalca. }


Apenas llegó a Campo de Mayo, su esposa y su suegra fueron a buscarlo y él, sin autorización, se escapó para volverse a casa. A los pocos meses nació su hija Gisela, luego vendrían Emanuel y Yanina. “Yo tenía que darle de comer a mi nena, fui 17 días seguidos a golpear el vidrio de la Municipalidad de La Matanza. Hasta que me dieron trabajo. Me ocupaba de hacer servicios de emergencias. Coordinaba la salida de las ambulancias y hasta me encargaba de pedir helicópteros para salvar vidas”, recuerda. Ese trabajo le dio de comer hasta jubilarse. Pero su pasión seguía siendo el boxeo, por más que le tocara subir a fajarse al ring por el “sánguche y la coca”. Por eso, unos meses después se volvió a calzar los guantes.

Había empezado a boxear antes de la guerra en un gimnasio que estaba a la vuelta de la casa de mi novia Laura. El tema es que yo necesitaba una buena excusa para pasar por su casa más seguido sin que el padre de ella me mirara mal”, cuenta, con sorna. Luego conoció a Jorge Ocampo, el entrenador que lo hizo llegar hasta el profesionalismo. Llegó como una de las promesas del boxeo argentino en la década del 80. En el peso mosca hizo 72 peleas como amateur y sólo perdió dos. Ganó el torneo de novicios, de las estrellas, Guantes de Oro, el Preolímpico y fue subcampeón Panamericano. La frutilla del postre: representó al país en los Juegos Olímpicos de Los Angeles 1984, junto con Pedro Décima y Carlos Salazar, luego de haberse batido a duelo en una eliminatoria ante Daniel Lago, en el Luna Park. La perlita: se pagó el viaje él mismo porque las autoridades no tenían dinero.


Con su estilo salvaje y virulento, Carballo pintaba para dar espectáculo en el campo rentado. Se la jugaba mucho en los cruces. De hecho, en su debut en el profesionalismo, lo tiraron en el primer asalto. “Los guantes son más chicos y duelen más las manos, además no hay cabezales. Yo salí a cancherear y la pasé mal”, admite. Pero el fuego sagrado lo hizo levantarse y terminó ganando por puntos en su estreno ante Eduardo Torres, en Bragado. Poco a poco iba subiendo escalones. Y Tito Lectoure, el gran promotor, ya le había echado el ojo. Pero una fatalidad le quitó las ganas de boxear para siempre. “Estuve tercero en el ránking argentino, iba a pelear con Gustavo Ballas, pero después no quise boxear nunca más porque se me murió un bebe. Me dediqué al deporte hasta el año 1989”. En la página de estadísticas del boxeo, BoxRec, aparece con un foja de cinco triunfos, tres derrotas y un empate. Pero Carballo asegura que ganó dos más. Números al margen, la duda suya es existencial. “Le agradezco a Dios y a la Virgen el hecho de estar vivo todavía. Pero hoy me gustaría preguntarle a Dios una sola cosa: ¿por qué no me dejó seguir boxeando?”.

Lo que vino tras el retiro del boxeo fue la posguerra. Carballo tuvo momentos felices y recaídas bruscas que lo obligaron a seguir batallando hasta hoy. Pasó por las drogas y el alcohol. Estuvo separado de su esposa y de sus hijos. Por prescripción de su psiquiatra, llegó a tomar nueve pastillas por día y, cada vez que podía, se agarraba a trompadas en las calles del oeste porque no podía vivir en paz. En 2014 se quiso quitar la vida y debió ser internado tres meses en Campo de Mayo. “No me da vergüenza contarlo, yo caí en la droga, pero el día que nació mi nieta, dije: ¿Qué estoy haciendo con este papel en la mano? Y nunca más tomé nada. Mis nietos me cambiaron la vida. En el medio tuve ese episodio feo, me quise matar, pero ahora por suerte estoy mejor. Este llamado de Enganche me hace bien. También me puse bien gracias a Osvaldo Príncipi, quien contó mi historia en un libro (Tangolibro Boxing Club; Planeta). Eso quiere decir que algo hice bien, ¿no? Por ejemplo, ahora disfruto más de la vida. Me compré un auto cero kilómetro para pasear con mi mujer, un televisor curvo de 52 pulgadas para ver los partidos y disfrutar con mis nueve nietos”, agrega el campeón sin corona, el héroe sin medalla de honor.

Esta es la historia del soldado Rubén Carballo. Ni la Federación Argentina de Box, ni el Ejército Argentino lo han llamado todavía para entregarle una distinción, una plaqueta. Esta es la historia del boxeador que buscó ganarle a la guerra, pero que todavía lucha contra el olvido. 

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